Britpop

Britpop

25/09/2022 Si tratamos de mirar con objetividad el panorama musical británico de principios de los 90 (por otra parte bastante variado y divertido), puede que hallemos sin demasiado esfuerzo las circunstancias que dieron lugar al surgimiento y explosión del britpop. La electrónica bailable, vinculada al fenómeno de las ‘rave’ (aquí, ‘cultura del bacalao’) era dueña de las noches y el hip-hop y otras músicas urbanas -digamos- más étnicas eran dueñas de las calles. Entretanto, movimientos vinculados al rock, como el ‘alternative’, el ‘shoegaze’ o ‘madchester’ languidecían o se estaban apagando bruscamente (The Stone Roses) y, si algo de todo eso o parecido triunfaba en las salas y las radios, era el cansino, poco aseado y muy muy yanqui ‘grunge’.

Así que solo hacía falta que apareciera un puñado de grupos con gente blanca y por supuesto británica, más o menos limpia, más o menos guapa y cantando canciones que ‘sonaban a lo de siempre’ (Beatles, Kinks, Who, Bowie, Stones) para que las radios, las revistas, las salas y las disqueras se lanzaran en tromba a apoyar ‘la novedad’.

El britpop no era, pues, otra cosa (y otra vez) que música arraigada, amable y reconocible, interpretada por chicos (y alguna chica) con ‘buena pinta’, esa pinta que tienen o te gustaría que tuvieran tus vecinos, tus compañeros o tus amigos, si, claro, eres blanco/a y de clase media.

No obstante el resultado del britpop y su duración como fenómeno artístico rentable lo salvan con holgura de calificarlo solo como corriente reaccionaria: hubo grandes discos y canciones enormes, aunque con una muy marcada y cargante tendencia por los himnos y también por los plagios y autoplagios; y produjo, quizá por penúltima vez en la historia del rock, una generación de estrellas -los Gallagher, Richard Ashcroft, Jarvis Cocker, Damon Albarn, Brett Anderson– precisamente homologables con los artistas de los 60 y los 70 que quisieron y pudieron emular, lo cual ciertamente tiene un enorme mérito.

José Preciado