Fernán-Gómez acerca del poder transformador del público

Fernán-Gómez acerca del poder transformador del público

‘El tiempo amarillo’ es la autobiografía que Fernando Fernán-Gómez escribió y publicó en dos ediciones distintas, una a finales de los años 80 y otra, engordada, diez años después. Es un texto algo fragmentario, desordenado a veces, quizá farragoso, y seguro que tramposo (como casi todas las pretendidas memorias de gente famosa o relevante), pero que consigue compadrear lo suficiente con el lector como para ganárselo.

En la obra, Fernán-Gómez hace frecuentes digresiones sobre distintos temas, siendo las más interesantes las que nos regala acerca de su profesión como cómico y, en particular, la reflexión que hace acerca del texto dramático y cómo los distintos intervinientes en el mimema (acto colectivo de la representación) pueden hacer que su transmisión y entendimiento varíen, incluso de forma radical.

Más que mediado el libro y acerca de este asunto, nos cuenta dos anécdotas que le sucedieron en primera persona. En la primera se refiere a cierto montaje de ‘La Celestina’, muy alabado por crítica y público en sus funciones de Madrid, y que Fernán-G

ómez, que no lo había visto en la capital, quiso ver en una ciudad del norte de España cuando se lo encontró allí, ya en la gira por provincias. La casualidad lo llevó a coincidir una mañana en un bar o un restaurante con el director de la compañía, a quien le comunicó que esa misma noche pensaba acudir a la representación, pues tenía noticia de su calidad. El director, asustado de pronto y sin mediar más excusas, le dijo:

­—Fernando, por favor, no vengas.

Fernán-Gómez, con sorpresa, le preguntó por la causa de su súplica y el director, notablemente azorado, le confesó a nuestro memorialista que le daba vergüenza que viera aquello en que se había convertido la obra.

Al parecer, una vez en ruta y libres de la presión de actuar en Madrid, los miembros de la compañía -necesariamente empezando por los primeros actores- habían comenzado a relajarse y, poco a poco, habían ido dando a la monumental pieza de Rojas, entre morcillas, apartes y veladas complicidades, un carácter cómico que rayaba, al entender de su director, en la parodia más burda.

Lo curioso del caso -y la causa de que Fernán-Gómez lo refiera- es que nada de todo esto hubiera sido posible sin la aquiescencia del público, quien, elemento indispensable del mimema, había aceptado, fomentado y participado del nuevo enfoque, siendo, desde el patio de butacas, tan culpable del crimen de lesa patria literaria como todos y cada uno de los que estaban sobre las tablas o detrás de ellas.

Y no es que ‘La Celestina’ no pueda representarse como un sainete o un vodevil, que Rojas es el primero que da munición para ello, sobre todo en el primer (y encontrado) acto, es que en toda nuestra historia teatral nadie, que sepamos, había acometido esa empresa y, de pronto, por pura inercia o hartazgo, una compañía se atreve a insinuar esa manera burlesca y el público, cómplice encantado, impulsa el cambio (de registro y, por tanto, de sentido) y colabora necesariamente en la metamorfosis del clásico.

La segunda anécdota es todavía más interesante, porque, si bien en el des-montaje de ‘La Celestina’ había connivencia entre público y compañía, en la representación que Fernán-Gómez vio en Lima durante un viaje eso no existía. Lo que se daba allí era una cuarta pared no imaginaria, sino deformante.

La obra en cuestión es un clásico del teatro burgués de intriga criminal, como ‘La ratonera’ o ‘Diez negritos’ de Agatha Christie, solo que no con cuerpo presente, sino ausente. Se trata de ‘Llega un inspector’ (‘An Inspector Calls’), también conocida como ‘Llama un inspector’ o ‘Un inspector llega’, cuyo autor es el inglés J. B. Priestley.

En la obra, en el transcurso de una cena familiar de la familia de un empresario a la que asisten los padres, el hijo, la hija y el prometido de esta, se presenta alguien que se anuncia como inspector de policía para preguntar, primero al padre y luego a cada uno de los asistentes, por la relación que tienen con una chica de clase trabajadora que se acaba de suicidar. A través de las hábiles e intuitivas (casi clarividentes) preguntas del inspector, cada uno de los asistentes a la cena va descubriendo -ante el inspector y ante los demás- que no solo ha tenido relación con la chica muerta, sino que sus actos hacia ella bien podrían haber sido causa del suicidio; y esa acumulación es mostrada en escena como una acusación colectiva. La progresión de las sucesivas revelaciones se basa, por supuesto, en un truco de Priesley, pues la chica había usado un nombre distinto en el trato con cada uno de los cinco imputados, así que una de las revelaciones es más dramática y patética que la anterior.

Bueno, pues, en aquella función limeña de aquella tarde, el público pasó de la risa nerviosa con la primera sorpresa a la carcajada en las sucesivas, para terminar el asunto con un delirio hilarante en la conclusión. No habían entendido nada o sí que lo habían entendido todo, pero de otra manera.

He usado antes el adjetivo ‘patético’ precisamente porque con él quiero tratar de explicar el fenómeno que Fernán-Gómez cuenta que contempló en aquel teatro americano: para el autor y la compañía la obra tenía un sentido patético en la primera acepción que da el diccionario (que conmueve profundamente o causa un gran dolor o tristeza), mientras que el público, al parecer muy joven, entendía el patetismo de ‘Llega un inspector’ en la segunda acepción de la palabra (penoso, lamentable o ridículo). Es decir, habían asimilado perfectamente historia y trama, pero la acumulación de giros dramáticos y el tono funesto de texto y puesta en escena les había parecido ridículo y los había movido a la carcajada casi histérica, echando a perder la intención original de la función, pero dándole a esta un sentido nuevo y, por tanto, forzando de hecho una adaptación en directo de la obra de Priestley.

No encuentro datos del montaje de ‘La Celestina’ al que Fernán-Gómez se refiere, porque da pocas pistas, pero sí tengo -y os ofrezco- una producción de ‘Llama un inspector’ para el Estudio 1 de Televisión Española, una representación que precisamente abunda en el tono de fatalidad (con toques sobrenaturales) que muy bien puede ser similar a la que provocó la divertida disociación en aquel público juvenil limeño.

De 1973 y dirigida por Cayetano Luca de Tena, con Narciso Ibáñez Menta (en una interpretación perfecta para nuestro propósito), Tomás Blanco, Ana Mariscal, Amparo Pamplona, Manuel Galiana y Manuel Gallardo.

Si tenéis paciencia, os gustará y, si os ponéis limeños, disfrutaréis el doble.

José Preciado